Un emblema como rasgo de identidad

Sobre las atribuciones de patrimonialidad de la cultura sidrera asturiana y su candidatura a la lista de la Unesco

Xuan de Con Redondo

Antropólogo, miembro del comité de la Cultura Sidrera Asturiana

Que el Consejo del Patrimonio Histórico Español acabe de elegir la “Cultura Sidrera Asturiana” como candidata a ser inscrita en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, instituida por la Unesco es una noticia que, para un antropólogo que participó en el comité director para la elaboración de la candidatura, no puede producir mayor satisfacción. Si a esto añadimos la doble condición de nativo asturiano y naveto, la satisfacción es triple.

También lo es que los distintos agentes que integran la cadena de valor de la sidra, reciban la noticia con alegría, incluso con euforia. Y también lo es que en los medios de comunicación se califique como “un hito para la cultura regional”. Es normal que uno de nuestros “emblemas patrios” nos llene de orgullo y satisfacción, pero ¿por qué una bebida de orígenes humildes se convierte en representante de toda una comunidad? ¿Cómo nos sentimos autorrepresentados por ella, en tanto que emblema, y de qué manera la consideramos un elemento que nos diferencia de los demás (humanos), de los “otros”, de los que no forman parte de nuestra “comunidad imaginada”?

Ofrecer una respuesta a estos interrogantes, desde una ciencia social como la Antropología, nos conduce hacia los desarrollos teóricos, basados en la práctica de la investigación etnográfica, de los denominados procesos de patrimonialización. Es decir, de qué manera cualquier elemento de la cultura humana, en nuestro caso la sidra, recibe atribuciones de patrimonialidad.

Una de las formas de explicar esos procesos es considerarlos como formas de construcción social situadas tanto temporal como espacialmente. En nuestro caso la producción y el consumo de sidra se ha configurado a través del tiempo como un particularismo alimentario que forma parte del conjunto de rasgos y pautas que compartimos, es decir, forma parte de nuestras prácticas y convecciones cuando interactuamos entre nosotros, esto es, de nuestra cultura.

Este persistente gusto por la sidra en el tiempo, anclado sin duda a sus cualidades de hedonicidad y consiguientemente de sociabilidad entre congéneres, ha posibilitado la reelaboración y expansión de su significado en términos de emblema y, de forma reciente, en términos de bien cultural, de patrimonio cultural.

Hablamos entonces de cómo tomamos un producto de la cultura –la sidra elaborada tanto para usos comerciales o en el ámbito doméstico, que es el resultado de un proceso integrado de saberes y prácticas que van desde el manejo de las pumaradas y los trabajos en el llagar hasta sus formas de consumo– y lo transformamos, metafóricamente, en patrimonio cultural mediante la participación de una multiplicidad de agentes. Alguien selecciona un elemento de la cultura, alguien lo activa como emblema, alguien le confiere un nuevo valor y alguien lo usa como modo de representación. Y ese alguien son siempre personas de carne y hueso pertenecientes a diferentes instituciones y organizaciones (académicas, políticas, mediáticas, públicas, privadas, etc.) que median en ese concreto proceso de patrimonialización, como en nuestro caso, el de la sidra.

Estos procesos de transfiguración de determinados elementos de una cultura en patrimonios culturales es una de los rasgos característicos de las sociedades modernas que implican operaciones de identificación, autodefinición y heterodefinición colectivas, es decir cómo nos vemos, nos pensamos y nos representamos a nosotros mismos y a los “otros”.

Llegados a este punto me parece pertinente recordar que la figura de Patrimonio Cultural Inmaterial fue acuñada en un instrumento normativo denominado Convención para la Salvaguarda del Patrimonio Cultural Inmaterial aprobada en el año 2003 por la Unesco. Esta convención fue concebida como un instrumento de protección, estudio y divulgación de una variante patrimonial, la inmaterial, identificada con los usos, representaciones, expresiones, conocimientos y técnicas que las comunidades, los grupos y en algunos casos los individuos reconocen como parte integrante de su cultura, transmitidos de generación en generación y recreados constantemente por las comunidades y grupos en función de su entorno, su interacción y su historia, infundiéndoles un sentimiento de identidad y continuidad, y contribuyendo así a promover el respeto de la diversidad cultural y la creatividad humana. Uno de los mecanismos creados por la UNESCO para garantizar el adecuado conocimiento y difusión de esta variante patrimonial es la llamada Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, que aparece en el artículo 16 de la Convención, concebida como un medio para “dar a conocer mejor el patrimonio cultural inmaterial, lograr que se tome mayor conciencia de su importancia y propiciar formas de diálogo que respeten la diversidad cultural” de los distintos pueblos y comunidades humanas de todo el planeta.

Se trata por tanto de un instrumento que celebra y difunde la diversidad de las culturas humanas, sin distinción y sin establecer ningún tipo de jerarquía entre ellas: ningún elemento de la cultura con atribuciones de patrimonialidad dada por sus portadores es mejor o peor, o más o menos valioso o importante que cualquier otro de cualquier otra comunidad humana.

Como habrán observado las personas que estén leyendo este artículo, la definición del concepto de cultura que se maneja en esta Convención no es el que habitualmente utilizamos en nuestra vida diaria, ese que actualmente aparece reflejado a diario en los medios de comunicación refiriéndose a las actividades y prácticas vinculadas al mundo del arte, de las humanidades o a las denominadas industrias culturales. El significado que se maneja en la Convención entronca con la tradición antropológica que considera la cultura como una forma de vida social de personas en relación en un lugar y tiempo determinados. Esa forma de vida viene dada por lo que esas personas hacen, por cómo esas personas conciben y hacen las cosas siguiendo reglas, convenciones, dando emergencia a pautas culturales diversas.

Podemos pensar, por ejemplo, en nuestra forma de consumo de sidra con la peculiar práctica del escanciado y el sentido que adquiere en nuestra comunidad, mientras las formas de consumir sidra, pongamos en Bretaña o en Inglaterra, en poco se parecen a la nuestra. Hacemos la misma cosa, consumir sidra, pero de forma diferente. Así es como emerge la diversidad cultural humana y celebrar esa diversidad es, precisamente, a lo que debe conducirnos este nuevo paso en la senda que conduce a la inscripción la “Cultura Sidrera Asturiana” en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

 

 

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